LA NIÑA DEL BESO
Con sigilo
me acerco a la casa
donde apenas si un hálito de vida
le queda, a quien quiera que sea.
La noche, ennegrecida, amenaza tormenta.
Recojo mi negra capa
y envuelvo mi esquelético torso.
Mi calavera, descubierta por un rayo de luna
retrocede, ante la curiosa mirada
de quien la noche escudriña.
Embate el viento cuanto puede,
emitiendo un silbido, diría que... inerte
y me lleva en volandas,
¡Mira qué suerte!,
hasta la misma ventana
donde observo que duerme.
Una lámpara de gas ilumina la alcoba,
repleta de sombras,
de sueños limitados y esperanzas vanas,
de juegos, quizá olvidados, en una edad temprana,
y ante un cristo, de la pared colgado,
una buena mujer enjuga sus lágrimas.
Se llama la niña, María,
y su débil latido apenas si recupera
el color rosáceo que ayer su carita tenía.
Las sombras de la habitación aún abrazan la esperanza,
y en derredor de la cama, asolado por las dudas,
el practicante, ya viejo,
por su experiencia exclama
que aquella muñeca de famélico rostro
el beso de un arcángel necesitaría
para no abandonar, en el preámbulo de la vida,
su pequeña y enniñecida alma.
María, la enferma niña, débilmente acertaba
a agarrarse el pecho cuando tosía,
y al darle la vuelta, para poder auscultarla,
vi, a través de la ventana,
que sus enormes e irritados ojos centelleaban
sobre unas lánguidas y oscuras ojeras...
aún así, sin delatarme, la niña me sonreía.
La lluvia cabalgaba a lomos del viento,
mi capa danzaba al compás de una música
subida de tono, mordaz y violenta.
No creía, la niña, lo que por la ventana,
en intermitentes imágenes, estaba viendo.
Supuse que imaginaría en su pequeña cabeza
que eran alucinaciones,
pero cual sería mi desconcierto
al descubrir que, con gran esfuerzo,
desde sus pequeños labios
me tiraba un beso.
La luz de la alcoba llegaba a la cruz,
como llega la fe hacia el hombre y su rezo.
Fué cuando noté que retemblaban mis huesos
porque al mirarme, de nuevo,
con sus dos manitas presionándose el pecho,
en medio de una débil tos, me seguía sonriendo.
Acallaba la noche sus relampagueantes truenos,
estrellando su ira sobre mi esqueleto
al tiempo que a la mejilla de María le llegaba mi beso.
Amanece y despierta la niña. Parece asustada.
Se estabiliza la fiebre. Su madre la abraza.
Tras los cristales de la ventana, y en el suelo tirada,
una capa negra cubría la escarcha.